Soy un camarero de Paradores que, desde el 16 de marzo, cuando el Estado de Alarma cerró nuestra empresa, al no considerarla un servicio esencial, no puede trabajar. Pertenezco a ese sector en el que estamos millones de españoles que no podemos teletrabajar, que vemos los días pasar y en los peores momentos nos preguntamos qué va a ser de nosotros. Los días pasan y la incertidumbre es natural. Quizá forma parte de la impotencia de quedarse en casa.
Entre nosotros hablamos por teléfono pero nadie puede resolver nada. Más que nada, nuestras conversaciones son una manera de desahogarnos, de reconocer que nos echamos de menos y lo que daríamos por volver a esa normalidad de la que tanto nos quejábamos y de la que volveremos a quejarnos. Porque, al fin y al cabo, la memoria es muy frágil y, al igual que se olvida de lo bueno, también lo hace de lo malo. Pero yo voy a procurar que esta vez no sea así y que, si esta es una oportunidad real de cambiar el mundo, me gustaría aprovecharla.
Tengo 52 años, llevo 26 en Paradores. Hay días en los que siento que la rutina me machaca, en los que anhelo acercarme a la edad de jubilación y dar por terminada mi vida laboral. Pero quiero que esto cambie y lo que está pasando ahora, esas cifras alarmantes de muertes, ese miedo que no se puede cuantificar, todas estas horas metido en casa en las que te da tanto tiempo a pensar, quiero que todo esto me valga para entender que por ahora soy un afortunado.
El otro día me contaba el delegado de nuestro sindicato que el martes llegó a recibir 93 llamadas de nosotros, los empleados, casi todas de agobio, casi todas preguntando que va a ser de mí, de mis vacaciones, de mis días libres, etc, etc. Entiendo que todos tenemos necesidades. Pero creo que hay momentos y momentos. Al final, todos encontraremos solución menos los que se han ido. Por eso respetemos la paciencia y, si realmente el mundo va a cambiar, podemos empezar a demostrarlo ya: yo me he hecho a mí mismo esa promesa.